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sábado, 18 de agosto de 2012

Una loretana enamorada


Una loretana enamorada

Por: Leonardo Reyes Silva

Otra cualquiera hubiera pasado desapercibida. Pero ella era nieta de José Manuel Ruiz que fue gobernador de la Baja California en los años de 1822 a 1825. Y aunque el idilio sucedió durante la permanencia de los norteamericanos en la península —1847-1848--, el desenlace que originó fue motivo de controversias durante largo tiempo.

En La Paz radicaba la familia del señor Jesús Maytorena casado con doña Isabel Ruiz Trasviña, hija de don José Manuel Ruiz. De ese matrimonio nacieron Manuela y María Amparo, esta última, según las crónicas, dueña de aguda inteligencia y singular belleza.

Cuando tuvo lugar la intervención gringa, María Amparo tenía 15 años de edad, pues había nacido en el pueblo de Loreto el 3 de julio de 1832. No se sabe en que año la familia cambió su residencia a La Paz, aunque fueron de las fundadoras del puerto. De acuerdo a su linaje, de seguro formaban parte de la clase acomodada de la sociedad paceña.

Lo cierto es que las incipientes relaciones con los invasores originaron amistades a las cuales no fue ajena la familia Ruiz Maytorena. Y fue quizá en una de esas reuniones cuando el jefe de las fuerzas de ocupación, teniente coronel Henry S. Burton, le fue presentada la agraciada joven, por la que de inmediato sintió una gran atracción.

La historia no dice si los padres de ella aprobaron el noviazgo, aunque debemos aclarar que muchas familias paceñas vieron con buenos ojos la presencia de los norteamericanos en la península. Y es que la novedad de conocer a personas de otra raza siempre crea atracciones de diversa índole. Como aquélla del padre que llegó entusiasmado cuando los franceses invadieron nuestro país:

Con acento de alfeñique
y con andaluz jaleo,
cuando el triunfo del manteo
anunció el traidor repique,
entró en casa don Fadrique
aumentando la boruca
y le dijo a su hija Cuca
moviendo alegremente los pies:
“Ya vino el guerito,
me alegro infinito,
¡ay, hija, te pido
por yerno un francés!

Como haya sido, lo cierto es que cuando las fuerzas invasoras abandonaron la ciudad en 1848, muchas familias paceñas se fueron con ellos a fin de radicarse en los Estados Unidos. En ese numeroso grupo iban los Ruiz Maytorena. Su lugar de refugio fue la ciudad de Monterey, en California.

Por supuesto Burton no dejó ir a su presa. Allá fue más fácil continuar el romance que culminó en matrimonio en 1849, no sin antes resolver el obstáculo de las religiones que profesaban: el uno, protestante y la otra, católica. De su matrimonio nacieron dos hijos, Henry y Nellie Burton.

Cuando murió su esposo, en 1869, después de largos años de feliz matrimonio, María Amparo dedicó gran parte de su tiempo a escribir sus recuerdos, tanto de México como de los Estados Unidos. Así, vio publicadas dos novelas a las que tituló “Who would have tougth it” (Quién lo habría pensado), en 1872. Después, en 1875, “The squatter and the Don” (El invasor de tierras y el señor).

En el 2001, se publicó un libro titulado “Conflicts of interest” con la correspondencia que María Amparo tuvo con familiares y amistades, entre ellos José Matías Moreno y Guadalupe Vallejo. Gran parte de su cartas se refieren a la defensa de unos terrenos en la ciudad de Ensenada, los que según ella había heredado de su abuelo José Manuel Ruiz.

Las cartas están escritas unas en inglés y otras en español y ellas dan cuenta de la calidad escritural de esta mujer loretana. Bien lo dijo una de las editoras del libro: “By all Rights María Amparo Ruiz de Burton was an extraordinarily talented woman”.

A 117 años de su muerte —1895— bien merece un reconocimiento, y que mejor que la reedición en español de su novela más conocida “The Squatter and the Don”, en la que describe todos los problemas sobre la tenencia de la tierra propiedad de mexicanos y el acoso de terratenientes gringos.

sábado, 4 de agosto de 2012

Bouchard en la Alta California


Bouchard en la Alta California

Por: Leonardo Reyes Silva

Por la tarde del 20 de noviembre de 1818 y entre la bruma de esas horas, un centinela dio aviso que se acercaban dos embarcaciones desconocidas en la entrada de la bahía de Monterey. De inmediato, don José Vicente Solá, encargado del presidio, dio las instrucciones necesarias para contrarrestar un inminente ataque de las naves enemigas.

En efecto, se trataba de las fragatas Argentina y Chacabuco, naves corsarias al mando de Hipólito Bouchard, un marino argentino autorizado por el gobierno para perseguir y atacar a los buques españoles donde quiera que los encontrase. Pero también, llevado de su codicia, se apoderaba de poblaciones costeras en busca de objetos de valor y de víveres. Y ese fue el motivo de su arribo a Monterey.

Alertados desde semanas antes de la posible llegada de Bouchard, los soldados habían preparado la defensa colocando cañones en sitios estratégicos de la bahía, y cuando una de las fragatas se acercó con la intención de enviar a tierra a sus hombres, fue recibida con certeros disparos que la hicieron rendirse. Refiere la historia de ese suceso, que la batería que causó la rendición del enemigo estaba a cargo de un hermano de Mariano Vallejo quien años después sería gobernador de la Alta California.

Al día siguiente, se estableció la comunicación con las autoridades del presidio para pedirles le regresaran el barco con la promesa de retirarse del lugar. Nomás que el comandante del presidio les exigía una fuerte recompensa para liberarlo. Y así, en dimes y diretes, pasó todo el día.

Por la noche, Bouchard mandó recoger a los marineros que se encontraban en el Chacabuco alejándolos del peligro. Por la mañana, en nueve botes, cuatro de ellos armados con cañones, iniciaron el ataque contra el fuerte, cuyos defensores no pudieron detener la sorpresiva embestida. Solá ordenó abandonar el puerto que cayó en manos de los corsarios.

Poco fue lo que encontraron en Monterey, pues con anticipación todas las cosas de valor, los comestibles y el ganado fueron llevados a otros lugares. Encontraron el presidio abandonado pues todos sus habitantes habían huido oportunamente. En venganza, Bouchard mandó incendiar el fuerte, las casas, el cuartel y la residencia del gobernador.

El saqueo e incendio de Monterey alarmó a otras poblaciones del sur de la región. Algunas misiones se cerraron con la consiguiente alarma de los frailes e indios conversos. Algunos vivales aprovecharon la confusión para desvalijar esos centros religiosos. Dicen las crónicas que hasta el vino de consagrar se robaron.

El 6 de diciembre las dos naves llegaron al presidio de Santa Bárbara pero no pudieron desembarcar por el bajo calado de la bahía. Semanas más tarde arribaron a San Juan Capistrano en busca de víveres. Con un mensajero, Bouchard exigió provisiones a cambio de no atacar la misión, pero el padre encargado le contestó que no, y que si desembarcaban los iba a recibir con una provisión pero de metralla y pólvora.

Para las pulgas del corsario, la contestación desató su furia y por eso ordenó que destruyeran los edificios; y cuando buscaron dinero o algo de valor no encontraron nada. Lo único fue una cava de vino que tuvo como resultado una borrachera de todos los asaltantes. Como pudieron partieron del lugar, no sin antes haber castigado con azotes a los que se tomaron el vino de la misión.

Al proseguir su viaje costeando la península llegaron a la isla de Cedros donde descansaron. Aprovecharon el tiempo para carenar las naves, ir de cacería y matar lobos de mar de los que se comieron las lenguas y los corazones.

Fue una estancia tranquila, con excepción de la pérdida de un bote con seis hombres que desertaron una noche.
A mediados de enero de 1819 zarparon de la isla de Cedros, pasaron por las islas Tres Marías y continuaron su viaje al sur. Algunas crónicas dicen que llegaron a los puertos de San Blas y Acapulco, pero no hay registro oficial de ello. En su recorrido hacia Argentina tuvo varios encuentros con buques españoles. A su paso por Valparaíso Lord Cochrane, quien era el almirante de la Armada de Chile lo arrestó y le formó un consejo de guerra acusándolo de pirata y de atacar y capturar a buques aliados.

De la acusación se salvó pero no de la muerte, porque falleció asesinado por sus propios hombres en 1837. Dice uno de sus biógrafos que Hipólito Bouchard era “un hombre difícil, controvertido, poco amistoso, díscolo y pendenciero; poseía sin embargo, un gran valor personal y era un jefe de enérgica y decidida acción”. En Argentina se le considera un patriota.