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sábado, 3 de septiembre de 2011

Un pinole muy original


Un pinole muy original

Por: Leonardo Reyes Silva
Los primeros navegantes que llegaron a la península de California dan cuenta de las costumbres de los grupos indígenas, de su vestimenta y los alimentos que consumían. Los que vivían cercanos a las costas eran diestros en la pesca y aprovechaban toda clase de mariscos como las jaibas, los camarones y las langostas; también moluscos como las almejas, los caracoles y los abulones. Desde luego eran afectos a la carne de caguama y la de una que otra ave marina.

Pero los que vivían en el interior, sin tener acceso a las costas, basaban su alimentación en lo que producían las plantas del campo y de los animales salvajes. En una región desértica como era la de California, los indígenas conocían los arbustos  que podían comerse, y en sus largos recorridos por los llanos y los montes seleccionaban los frutos, los tallos y las raíces que pudieran nutrirlos.

Complementaban su alimentación con la carne de pequeños animales como la liebre, el conejo,  las ardillas, las ratas, las culebras y las lagartijas. Cuando cazaban un venado era día de fiesta. Tampoco le hacían el feo a los gusanos que asados eran una delicia para el paladar de los indios. Y cuando el hambre apretaba incluían en su dieta arañas, chapulines, grillos y larvas de hormigas.

Los indígenas californios dependían totalmente de la naturaleza y es por eso que aprendieron a respetarla. Sin pretenderlo, fueron los primeros ecologistas de la península. Y por eso conocían los ciclos de reproducción de las plantas y los animales para, en su  momento, poder aprovecharlos al máximo. Sabían, por los cientos o miles de años de permanencia en ella, que sólo respetando su medio ambiente podrían sobrevivir.

En la temporada cuando el campo reverdecía y las plantas comenzaban  a madurar sus frutos, se iniciaba la recolección de éstos con la participación de toda la tribu. Sobre todo buscaban los frutos de la pitahaya, del ciruelo silvestre, del zalate y del mezcal. Y de las raíces preferían la de la yuca y la jícama, además de algunas semillas de los árboles de palo blanco, palo verde, palo chino, el cardón y la biznaga.

Cuentan las crónicas de esa época, que esa temporada era conocida como Meyibó, la mejor del año que era cuando cosechaban las pitahayas dulces. Y la siguiente, conocida como Ammadí-appí, en la que lo hacían con la pitahaya agria. Y como los indios vivían como quien dice al día, no se movían de un lugar hasta que no se acababan los frutos. Comían hasta hartarse como pensando “por ni no te vuelvo a ver”

Cuando llegaron los misioneros jesuitas y conocieron sus formas de vida, sobre todo de las costumbres para alimentarse, procuraron conocer el valor nutritivo y desde luego el sabor—de esas frutos y raíces, intención en la que colaboraron los indios, ya que de continuo eran los regalos que éstos les ofrecían a los religiosos. Algunos ya los conocían como las pitahayas y la yuca, pero otros como las ciruelas silvestres y algunas semillas les eran desconocidas.

Y esa curiosidad por enterarse de la alimentación indígena dio pauta para una anécdota que el propio protagonista la confirmó: En una ocasión, el padre Francisco María Píccolo—llegó a California en 1697, después de una extraordinaria labor en la sierra tarahumara—visitó a unas familias de indígenas cochimíes en el momento en que distribuían su exigua pitanza. Cuando lo vieron llegar de inmediato le ofrecieron un cuenco lleno de atole, mismo que disfrutó a la par que lo hacían sus comensales. Eso sí, le notó un olorcillo que no pudo identificar.

Cuando se lo terminó preguntó de que estaba hecha le bebida, por lo que una de las mujeres le explicó que la hacían de pinole, producto de las semillas trituradas de las pitahayas, a la par que le mostraba una batea rebosante de ese preparado.  Pensamos que debió haberle gustado y que llevó un poco para la misión de Santa Rosalía de Mulegé, lugar donde estaba asignado. En el camino de regreso debió haber pensado: ¡Qué ingeniosos son estos indios!

No se sabe si repartió el pinole a sus neófitos, o  lo guardó para su consumo particular. Ni tampoco si llevado del buen sabor del atole, volvió a visitar a las familias en busca de ese apetitoso alimento. Y así hubieran quedado las cosas, si no es que otro misionero diera a conocer el origen del mentado pinole.

Resulta que los indígenas previendo la época del año en que se les dificultaba encontrar sustento en la naturaleza, procuraban guardar los frutos y las carnes de diferentes formas. Pero aún así, cuando la hambruna hacía presa de ellos, era entonces cuando tenían que recurrir a los últimos extremos de la sobrevivencia. Y era entonces cuando aprovechaban las semillas de las pitahayas.

El procedimiento era sencillo: Pasados algunos meses, regresaban a los lugares donde se habían alimentado con estas frutas y donde también habían hecho sus necesidades fisiológicas. Con unos varejones golpeaban los excrementos para ese entonces ya resecos, hasta separar las semillas. Con cuidado las recogían y las ponían a tatemar para después convertirlas en pinole utilizando sus metates. Y ya sea comiéndolo en seco o en atole les servía para “irla pasando”.

Cuando llegó a oídos del padre Píccolo el origen del atole que tanto le gustó, comprendió a que se debía el olor que  desprendía el pinole. Y resignado, lo único que acertó a decir fue: ¡Siquiera las hubieran lavado!, refiriéndose a las semillas. Aún así, siguió compartiendo las vicisitudes de los indios hasta 1729, fecha en que murió en la misión de Loreto, Conchó, a la edad de 79 años.

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