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sábado, 10 de diciembre de 2011

Una planta para la sobrevivencia: el mezcal


Una planta para la sobrevivencia: el mezcal

Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando llegaron los misioneros jesuitas a California y comenzaron a conocer las costumbres de los grupos indígenas que la habitaban, pusieron especial atención en la diversidad de sus alimentos y que medios utilizaban para conseguirlos, tomando en cuenta que vivían de la caza, la pesca y  la recolección de frutos y raíces de su entorno.

Los padres jesuitas Miguel Venegas, Juan Jacobo Baegert, Miguel del Barco,  Francisco Xavier Clavijero y Luis de Sales, entre otros, se refirieron a las costumbres culinarias de los californios, pero fue del Barco el que describió con minuciosos detalles las maneras como lograron sobrevivir en un medio tan difícil como el de la península.

Como otros grupos aborígenes de muchas partes del mundo, los de California echaban mano de cuanto bicho se les presentara con tal de mitigar el hambre. Así, las lagartijas, las víboras, las arañas, ratas, ratones, tuzas, gusanos o cualquier otro insecto iba a parar al estomago, aunque la mayoría de ellos eran pasados por la lumbre. Así lo hacían con las aves, los peces y tortugas y, cuando tenían la suerte de matar un venado, la tatema  alcanzaba para varias familias.

Pero también aprovechaban los frutos silvestres, las hojas, los tallos y las raíces. Las pitahayas dulces y agrias, las ciruelas, los frutos del garambullo, del nopal y de la cholla, los higos silvestres y las raíces de la yuca. Y de las hierbas no le hacían mal gesto a la verdolaga, el quelite y la endivia.  Las semillas predilectas eran las de la zaya, la jojoba y el palo verde.

En los tiempos donde la comida escaseaba, los indios echaban mano de las semillas de pitahaya, pues con ellas hacían una especie de pinole que era muy de su gusto. Nomás que esas semillas tenían un pero, porque las recogían del excremento humano ya seco. Con cuidado, golpeando con un varejón, separaban las semillas y después las tostaban auque ni así, dicen, desaparecía la pestilencia. Según una anécdota, el padre Francisco María Píccolo sin saberlo y tratando de congraciarse con ellos,  probó ese “alimento”.

Sin embargo, unos de los alimentos que más apreciaban era una planta que se daba en los valles y las partes serranas de la península. Y la apreciaban por la sencilla razón de que  gran parte del año podían aprovecharse de ella, cuando otros alimentos escaseaban. Es planta no era otra que el mezcal una variedad del agave que se produce en todo México y, por fortuna también en Baja California.

Miguel del Barco—también lo hacen los otros cronistas—describe como eran las plantas y la forma como los indígenas se beneficiaban de ellas. Antes de florecer, las indias con un pedazo de madera adelgazado en un extremo, cortaban las hojas o pencas a fin de dejar solamente la cabeza que es la que aprovechaban. Después de cortarlas dejándoles una cuantas pencas, las trasportaban hasta el paraje por medio de una bolsa en forma de red que se colocaban en la espalda, sujeta por unos cordeles que se sostenían con la frente. Un pedazo de piel de venado amortiguaba la presión en ese lugar de la cargadora.

Cuando llegaban al paraje, abrían un hoyo y en él colocaban leña y piedras  a fin de hacer una hoguera. Después de que las piedras estaban al rojo vivo colocaban encima de ellas las cabezas de los mezcales y tapaban todo con la tierra caliente de las orillas del pozo. Después de dos días sacaban la “tatema” y se disponían a comérsela. Primero masticaban las pencas para saborear el jugo, ya que las hebras del mezcal por fibrosas no eran comestibles. Y después la parte carnosa la cortaban en trozos y así la consumían.  Era un alimento nutritivo y de buen sabor y por eso los indios lo procuraban casi todos los meses del año.

Dicen los jesuitas que aunque de esa planta se podía extraer el jugo para convertirlo en licor, los californios nunca lo intentaron, conformándose con chuparlo y comérselo. Fue bueno ignorarlo, porque de lo contrario los padres hubieran encontrado una población adicta al alcohol lo que, aparte de las condiciones infrahumanas en que vivían, ese vicio junto con las enfermedades, hubiera acabado más pronto  con sus vidas.
Con el paso de los años, las personas que se quedaron  en las misiones y los que fundaron los ranchos en California, aprendieron a destilar licor extraído de los agaves, bien para uso propio o para comercializarlo. El historiador Harry Crosby, en su libro “Los últimos californios” describe el proceso de la destilación del mezcal en un rancho de la sierra de Guadalupe:
Cuando el horno estaba caliente junto con las piedras, se abría y se llenaba de mezcales, se tapaba con una plancha de metal y se sellaba con lodo para que no escapara el vapor o el calor. Allí, los agaves se asaban durante cuatro días antes de ser removidos, machacados, puestos en un barril y cubiertos con agua. Al cabo de cuatro o cinco días, un fermento, causado por una levadura que ocurre naturalmente, corría su curso; el mezcalero sólo tenía que revolver su mezcla diariamente. Luego todo el contenido del barril era transferido a un alambique primitivo y destilado de manera similar a la que se emplea para convertir la mayoría de las fermentaciones en licores fuertes.

Fue buena suerte para los californios no conocer este procedimiento, ni que los jesuitas se lo enseñaran. Así, solo fue un magnífico alimento que permitió la sobrevivencia de los Cochimíes, Guaycuras y Pericúes.

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