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domingo, 18 de septiembre de 2011

El triunfo del padre Juan de Ugarte


El triunfo del padre Juan de Ugarte

Por: Leonardo Reyes Silva

La balandra “El triunfo de la cruz” navegaba con viento de fronda rumbo a la costa sonorense. Había salido de Loreto un día antes por la mañana y los tripulantes, con la alegría en sus rostros, ya divisaban el litoral, aprestándose a los preparativos del desembarco. Con ellos iba el sacerdote jesuita Juan de Ugarte quien haría contacto con algunas misiones de la contracosta, a fin de recibir la ayuda para los establecimientos religiosos de California.

No era la primera vez que la embarcación hacía el viaje enfrentando las tranquilas aguas del Mar de Cortés, aunque muchas veces el mar encrespado o la ausencia de viento retardaba la travesía, con la natural preocupación de los marinos y los pasajeros que iban a  bordo. Además, navegar en una balandra que ya tenía cerca de cien recorridos por los puertos principales de las costas de Sonora y Sinaloa, amén de otros a lo largo de la península californiana, no ofrecía ninguna seguridad primero, por su reducida eslora y segundo, por la falta de un adecuado mantenimiento.

En la contracosta hicieron contacto con las padres que atendían las misiones jesuitas de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, quienes en un principio les regalaban productos diversos como trigo, maíz, frijol, hortalizas y telas para vestir. Después, cuando la economía se diversificó, los productos se los vendían, dado que las misiones peninsulares recibían el apoyo del Fondo Piadoso de las Californias. Bien de una forma o de otra, el abastecimiento ayudó en mucho a la permanencia de las misiones californianas.

De regreso a Loreto después de varias semanas de ausencia, “El Triunfo de la Cruz” era recibido con júbilo, y de inmediato se tomaban las medidas para distribuir las provisiones a las misiones más alejadas—y más necesitadas--, como La Purísima Concepción de Cadegomó, San José de Comondú, Santa Rosalía de Mulegé, San Francisco Javier Viggé Viaundó  y de Nuestra Señora de los Dolores Chillá. Sobre este acontecimiento, una crónica dice:
Una mañana de junio de 1732, los habitantes de Loreto, capital de las Californias, se despertaron con el tañer de las campanas de la iglesia. El padre Jaime Bravo, ministro residente de la misión de Nuestra Señora de Loreto, Conchó, mandó que resonaran éstas ante la llegada de la balandra “El Triunfo de la Cruz”. La embarcación venía de San Blas, puerto de la otra banda y traía víveres, haberes para la tropa, bastimentos para las demás misiones, ropa, objetos para las iglesias, correspondencia, libros, algunos animales como caballos y burros, así como otras cosas de utilidad…”

Y es que desde la fundación de la misión de Loreto en 1697, la principal preocupación del padre Juan María de Salvatierra fue proveer de lo necesario a las misiones que se iban estableciendo, aunque eso lo obligó a solicitar la ayuda de las misiones de Sonora y Sinaloa. Para su buena suerte allá se encontraba el padre Eusebio Francisco Kino quien le dio toda el auxilio posible. Aún así, hubo épocas difíciles por la falta de provisiones, tanto, que llegaron a pensar en abandonar su misión evangélica en la península.

Los jesuitas contaban con dos embarcaciones pequeñas llamadas San Javier y El Rosario con las que se comunicaban con Sonora a través del puerto de Guaymas. Pero con el tiempo se deterioraron a tal grado que realmente era un peligro navegar en ellas.  Los padres Ugarte y Píccolo que hacían las travesías, seguramente en cada una de ellas, al iniciarla, se confesaban y dejaban escrito su testamento. Fue por eso que atendiendo la sugerencia de contar con un barco más grande y más seguro, y contando con el apoyo del padre Jaime Bravo en ese entonces `procurador de las misiones, el padre Ugarte se dio a la tarea de construir una balandra utilizando la madera de la región.

En efecto, en 1719, con carpinteros de la contracosta y ayudado por los neófitos de la región, derribaron árboles conocidos como “Guérivos” en las cañadas cercanas a la misión de Mulegé, los convirtieron en tablas y vigas y después, por medio de carretas tiradas por bueyes y mulas, los llevaron a la playa donde comenzaron a construir la embarcación. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó el P. Ugarte, sobre todo para alimentar a las personas que lo ayudaron y al mismo tiempo conseguir los otros materiales que necesitaría la balandra.

Pero al fin sus esfuerzos dieron resultado. El día 14 de noviembre de 1719, “El Triunfo de la Cruz” fue botado al agua y según las opiniones de los que estuvieron presentes “era el buque más bello, más fuerte y más bien hecho de cuantos hasta entonces se habían visto en el Golfo de California” Y era verdad, pues esa balandra aportó innumerables servicios a los misioneros en sus 120 viajes que realizó durante  25 años.

¿Y que destino tuvo esa balandra a raíz de que los jesuitas fueron expulsados de la península, en 1768? En el inventario que se levantó de las propiedades de la misión de Loreto, solamente aparecen dos embarcaciones: una canoa “San Solano” en buen estado, y una lancha conocida como “San Miguel” de nueve metros de larga por dos y medio de ancho. Pero de “El Triunfo de la Cruz” ningún indicio.

Es probable que después de prestar sus servicios durante 25 años—hasta 1744—la embarcación, con los naturales deterioros, haya quedado inutilizada para el servicio, por lo que los misioneros en esos años consiguieron otras en mejor estado. En efecto, en 1759, con autorización del Real Erario, se construyó un barco en Loreto bajo la dirección del P. Lucas Ventura, y posteriormente contaron con otro más, lo que solucionó la falta de comunicación con otros lugares.

Pero queda en la historia de la Baja California el primer barco que se construyó en esta tierra y el cual por muchos motivos fue, de hecho, el triunfo del padre Juan de Ugarte.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Un pinole muy original


Un pinole muy original

Por: Leonardo Reyes Silva
Los primeros navegantes que llegaron a la península de California dan cuenta de las costumbres de los grupos indígenas, de su vestimenta y los alimentos que consumían. Los que vivían cercanos a las costas eran diestros en la pesca y aprovechaban toda clase de mariscos como las jaibas, los camarones y las langostas; también moluscos como las almejas, los caracoles y los abulones. Desde luego eran afectos a la carne de caguama y la de una que otra ave marina.

Pero los que vivían en el interior, sin tener acceso a las costas, basaban su alimentación en lo que producían las plantas del campo y de los animales salvajes. En una región desértica como era la de California, los indígenas conocían los arbustos  que podían comerse, y en sus largos recorridos por los llanos y los montes seleccionaban los frutos, los tallos y las raíces que pudieran nutrirlos.

Complementaban su alimentación con la carne de pequeños animales como la liebre, el conejo,  las ardillas, las ratas, las culebras y las lagartijas. Cuando cazaban un venado era día de fiesta. Tampoco le hacían el feo a los gusanos que asados eran una delicia para el paladar de los indios. Y cuando el hambre apretaba incluían en su dieta arañas, chapulines, grillos y larvas de hormigas.

Los indígenas californios dependían totalmente de la naturaleza y es por eso que aprendieron a respetarla. Sin pretenderlo, fueron los primeros ecologistas de la península. Y por eso conocían los ciclos de reproducción de las plantas y los animales para, en su  momento, poder aprovecharlos al máximo. Sabían, por los cientos o miles de años de permanencia en ella, que sólo respetando su medio ambiente podrían sobrevivir.

En la temporada cuando el campo reverdecía y las plantas comenzaban  a madurar sus frutos, se iniciaba la recolección de éstos con la participación de toda la tribu. Sobre todo buscaban los frutos de la pitahaya, del ciruelo silvestre, del zalate y del mezcal. Y de las raíces preferían la de la yuca y la jícama, además de algunas semillas de los árboles de palo blanco, palo verde, palo chino, el cardón y la biznaga.

Cuentan las crónicas de esa época, que esa temporada era conocida como Meyibó, la mejor del año que era cuando cosechaban las pitahayas dulces. Y la siguiente, conocida como Ammadí-appí, en la que lo hacían con la pitahaya agria. Y como los indios vivían como quien dice al día, no se movían de un lugar hasta que no se acababan los frutos. Comían hasta hartarse como pensando “por ni no te vuelvo a ver”

Cuando llegaron los misioneros jesuitas y conocieron sus formas de vida, sobre todo de las costumbres para alimentarse, procuraron conocer el valor nutritivo y desde luego el sabor—de esas frutos y raíces, intención en la que colaboraron los indios, ya que de continuo eran los regalos que éstos les ofrecían a los religiosos. Algunos ya los conocían como las pitahayas y la yuca, pero otros como las ciruelas silvestres y algunas semillas les eran desconocidas.

Y esa curiosidad por enterarse de la alimentación indígena dio pauta para una anécdota que el propio protagonista la confirmó: En una ocasión, el padre Francisco María Píccolo—llegó a California en 1697, después de una extraordinaria labor en la sierra tarahumara—visitó a unas familias de indígenas cochimíes en el momento en que distribuían su exigua pitanza. Cuando lo vieron llegar de inmediato le ofrecieron un cuenco lleno de atole, mismo que disfrutó a la par que lo hacían sus comensales. Eso sí, le notó un olorcillo que no pudo identificar.

Cuando se lo terminó preguntó de que estaba hecha le bebida, por lo que una de las mujeres le explicó que la hacían de pinole, producto de las semillas trituradas de las pitahayas, a la par que le mostraba una batea rebosante de ese preparado.  Pensamos que debió haberle gustado y que llevó un poco para la misión de Santa Rosalía de Mulegé, lugar donde estaba asignado. En el camino de regreso debió haber pensado: ¡Qué ingeniosos son estos indios!

No se sabe si repartió el pinole a sus neófitos, o  lo guardó para su consumo particular. Ni tampoco si llevado del buen sabor del atole, volvió a visitar a las familias en busca de ese apetitoso alimento. Y así hubieran quedado las cosas, si no es que otro misionero diera a conocer el origen del mentado pinole.

Resulta que los indígenas previendo la época del año en que se les dificultaba encontrar sustento en la naturaleza, procuraban guardar los frutos y las carnes de diferentes formas. Pero aún así, cuando la hambruna hacía presa de ellos, era entonces cuando tenían que recurrir a los últimos extremos de la sobrevivencia. Y era entonces cuando aprovechaban las semillas de las pitahayas.

El procedimiento era sencillo: Pasados algunos meses, regresaban a los lugares donde se habían alimentado con estas frutas y donde también habían hecho sus necesidades fisiológicas. Con unos varejones golpeaban los excrementos para ese entonces ya resecos, hasta separar las semillas. Con cuidado las recogían y las ponían a tatemar para después convertirlas en pinole utilizando sus metates. Y ya sea comiéndolo en seco o en atole les servía para “irla pasando”.

Cuando llegó a oídos del padre Píccolo el origen del atole que tanto le gustó, comprendió a que se debía el olor que  desprendía el pinole. Y resignado, lo único que acertó a decir fue: ¡Siquiera las hubieran lavado!, refiriéndose a las semillas. Aún así, siguió compartiendo las vicisitudes de los indios hasta 1729, fecha en que murió en la misión de Loreto, Conchó, a la edad de 79 años.