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sábado, 23 de julio de 2011

Bárbara, de la misión de Santo Tomás


Bárbara, de la misión de Santo Tomás

Por: Leonardo Reyes Silva

La misión de Santo Tomás de Aquino fue fundada en el año de 1791 por el fraile dominico José Loriente y el último que la atendió fue fray Tomás Mancilla, un sacerdote de trato fino y gentil. Esta misión fue abandonada en 1849 ante la falta de población indígena, diezmada por las enfermedades y epidemias.

La permanencia de la orden de los Dominicos en la península bajacaliforniana ha sido objeto de muchas críticas, sobre todo por el maltrato que le dieron a los naturales y la vida no muy decorosa de algunos misioneros. El hecho de bautizarlos a la fuerza y de tenerlos cautivos en las misiones sujetos a trabajos obligatorios, además de los castigos corporales cuando cometían alguna falta, generó muchos resentimientos entre las tribus y dio pauta para acciones delictivas como fue el caso de la joven Bárbara Gandiaga y sus cómplices Lázaro y Alejandro.

Bárbara, de unos 17 años, era una muchacha muy bien parecida, muy puntual en la iglesia a la hora de la misa. Vivía en la misión junto con otras mujeres, en un galerón que por las noches el padre Eudaldo Surroca cerraba con llave. Como el local estaba contiguo a la celda del misionero, en muchas ocasiones la invitaba para que lo acompañara con el pretexto de enseñarla a cantar.

Y como suele suceder, en una de tantas fray Eudaldo abusó de ella y como premio la convirtió en su cocinera particular. Dice Manuel Clemente Rojo en sus apuntes históricos de la frontera de la Baja California, “que el sacerdote ya era un hombre viejo, incapaz de repetir los amores de la juventud, por lo que Bárbara temblaba en su presencia, además que lo tenía aborrecido por mantenerla encerrada en la cocina, sin permitirle comunicarse ni con sus familiares”.

En la mañana del 17 de mayo de 1803, un soldado encontró muerto al padre quien estaba “con las manos cruzadas, boca abajo y golpeado contra la pared…” La autoridad representada por el teniente José Manuel Ruiz, en ese entonces Comandante de la Frontera, descubrió que lo habían asesinado y debido a ello se iniciaron las averiguaciones.
No pasó mucho tiempo para descubrir a los culpables que fueron apresados de inmediato y conducidos a la misión de San Vicente donde se inició el proceso, cuyos testimonios fueron enviados al gobernador José Joaquín de Arrillaga quien residía en Loreto. Éste envió el expediente de las declaraciones a la ciudad de México para que de allá viniera la sentencia. Después de dos años de trámites, el Virrey Iturrigaray condenó a los tres culpables a la máxima pena. porque según él “ sólo la pena de muerte…es la que puede refrenar y servir de escarmiento al furor de sus compañeros…la que pondrá a cubierto a los demás ministros del altar, sucesores del padre Surroca…”

En el transcurso de la investigación se descubrió que Bárbara Gandiaga no era una blanca palomita. Como maestra de castellano en la misión, tenía gran influencia entre los neófitos y la trataban con mucho temor. Cuando comprometió a Alejandro de la Cruz y Lázaro Rosales a cometer el homicidio, los convenció diciéndoles: “Vosotros no sois hombres, no sabéis nada. Yo si sé mucho, este padre no sirve. Es menester matarlo para que venga otro padre que me lleve a vivir como antes” También las autoridades sospecharon que ella había estado implicada en la muerte del padre Miguel López, quien había estado antes en la misión de Santo Tomás, aunque no lo pudieron comprobar.

Relata Rojo en sus Apuntes que este escarmiento sirvió para hacer más sumisas y obedientes a las mujeres que vivían en las misiones, y que se prestaban a todo lo que los frailes les exigieran, aunque tuvieran que contrariar sus más antiguas y veneradas costumbres y hasta las leyes del sentimiento y de la naturaleza.

sábado, 9 de julio de 2011

La venganza que mató un sueño


La venganza que mató un sueño

Por: Leonardo Reyes Silva

Su principal objetivo al desarrollar la industria del cultivo de las ostras perleras era beneficiar al pueblo de la Baja California. Y lo hubiera logrado, por que su empresa dedicada a la ostricultura en la isla de Espíritu Santo era todo un éxito ya que producía 10 millones de conchas y entre 200 y 500 perlas de buen oriente.

Eran los años previos de la Revolución Mexicana. Aquí, en el Distrito Sur de la Baja California gobernaba el general Agustín Sanginés y el presidente municipal era el señor Gastón J. Vives, éste último dueño de la “Compañía Criadora de Concha y Perla de Baja California”. Quizá los movimientos revolucionarios no habrían afectado los negocios de don Gastón, pero un  incidente personal dio al traste con sus buenas intenciones.

En su carácter de autoridad oficial, el señor Vives sorteó diversos conflictos pero ninguno como el que tuvo con el señor Miguel L. Cornejo, quien en esos años también se dedicaba al negocio de las perlas. Pero mientras el primero era de filiación porfirista, el segundo era un opositor declarado que tenía relaciones con los grupos inconformes del gobierno dictatorial del presidente Porfirio Díaz.

Así las cosas, un día de marzo del año de 1895, al encontrarse estos dos personajes paseando en el jardín Velasco, hubo un cambio de palabras altisonantes y la acción, un tanto sorpresiva de Cornejo, de propinarle una bofetada a Vives, con tal fuerza que lo derribó y ya caído continuó con los golpes. Gracias al auxilio de varias personas lograron separarlos, no sin antes el presidente municipal hiciera un disparo para alertar a la policía.

Cuando fue detenido, Cornejo declaró que le pegó cuando vio que Vives trataba de sacar la pistola y que actuó en defensa propia. Sin embargo, las investigaciones demostraron que Cornejo había obrado con alevosía y ventaja, y por ello fue sentenciado a seis meses de prisión por el delito de lesiones. Meses después consiguió su libertad bajo caución, con una fianza de dos mil pesos.

Con esa rivalidad pasaron los años. Vives atendiendo su empresa perlera y Cornejo dedicado al comercio y la pesca y participando en actividades políticas. En 1911 formó parte del Club Democrático Sudcaliforniano, junto con Félix Ortega, Luis Gibert y otros destacados ciudadanos paceños. También fue suplente de Antonio Canalizo que fue electo diputado federal.

En el mes de noviembre de 1911, con el triunfo de las fuerzas revolucionarias de Francisco I: Madero, el general Sanginés entregó el gobierno al señor Santiago Diez y dos años después, con la traición del general Victoriano Huerta, quien ordenó la muerte del señor Madero y del vicepresidente Pino Suárez,  de nueva cuenta designaron otro gobernante en la persona del doctor Federico Cota.

Y mientras tanto Miguel L. Cornejo estaba a la expectativa de los acontecimientos políticos. Cuando las fuerzas constitucionalistas derrocaron a Huerta en 1913, él formaba parte del grupo opositor y fue así como en 1914, al frente de un numeroso contingente y con el grado de coronel llegó a La Paz, no sin antes detenerse en la isla Espíritu Santo con  el fin de destruir las instalaciones de la compañía perlera de Vives y saquear los fondos marinos donde estaban las ostras cultivadas. Ya en La Paz, se apoderaron de los edificios de la empresa, de los productos almacenados en las bodegas—conchas y perlas listas para la exportación—y destruyeron la documentación de la compañía.

La justificación fue que Vives era partidario del gobierno usurpador y fue por ello la incautación de sus bienes. Pero lo cierto es que todo se debió a una venganza personal, y que Cornejo sin medir las consecuencias de sus actos, dio al traste con una empresa que estaba logrando el bienestar económico de los habitantes de la ciudad de La Paz y sus alrededores.

Fue una destrucción total de los activos de la compañía. Entre las instalaciones en la isla, los paninos perleros, las propiedades y las perlas listas para su comercialización, la pérdida se estimó en un millón y medio de pesos de ese entonces.

Desde luego, esta historia no tuvo un final feliz. Don Gastón J. Vives, después de varios años en que se refugió en los Estados Unidos por temor a perder su vida, regresó a la ciudad de La Paz y  luchó incansablemente por rehacer su compañía, pero ni el gobierno, ni los empresarios ni los mismos paceños mostraron interés alguno.
Hoy se recuerda a don Gastón a través de la familia que aún vive. Y por la publicación de un libro de la historiadora Micheline Cariño Olvera que lleva por título “El porvenir de la Baja California está en sus mares. Vida y legado de don Gastón J. Vives, el primer maricultor de América”.

Tiene razón Micheline cuando dice que las autoridades estatales deben honrar la memoria de este extraordinario sudcaliforniano. ¿Hasta cuándo—pregunta--, le rendirá homenaje como probo funcionario y como primer maricultor de América?

Don Gastón J. Vives murió en 1939. Con él murieron todas las ostras perleras de Baja California Sur.