En la conquista espiritual de las Californias, participaron
tres órdenes religiosas a partir del siglo XVII. Los primeros en llegar fueron
los jesuitas quienes fundaron 17 misiones, entre ellas Loreto, San Francisco
Javier, Santa Rosalía de Mulegé, Comondú, Nuestra Señora del Pilar de La Paz y Todos Santos, entre
otras.
Fueron 78 padres de la orden de San Ignacio de Loyola los
que llegaron a la península, pero los que más se distinguieron fueron Juan
María de Salvatierra, Francisco María Píccolo, Juan de Ugarte, Jaime Bravo,
Juan Jacobo Baegert y Miguel del Barco.
En 1768, luego de la expulsión de los jesuitas del dominio
español, llegaron los franciscanos encabezados por fray Junípero Serra, quienes
en el corto tiempo que estuvieron en California fundaron la misión de San
Fernando de Velicatá y la visita de la Presentación que estuvo atendida por el padre de
la misión de San Francisco Javier.
Cuando los franciscanos abandonaron la península en 1774
para fundar misiones en la Alta California ,
arribaron los dominicos mismos que fundaron nueve misiones en la parte norte de
la península, la mayoría de ellas actualmente en ruinas. Algunas fueron Nuestra
Señora del Rosario, San Vicente Ferrer, Santo Tomás de Aquino y San Telmo.
De esa orden se recuerdan a los frailes Vicente Mora, Juan
Crespí, Miguel Hidalgo, Félix Caballero, Luis Sales y José Portela.
Precisamente de este último vamos a reseñar un pasaje de su estancia en la
misión de Santa Rosalía de Mulegé.
En los años de 1825, 1826, 1827 y 1828, Robert W. Hale
Hardy, de origen inglés, hizo un viaje por el interior de México, comisionado
por la “General Pearl and Coral Fishery Association” para “obtener del gobierno
de México el permiso exclusivo para pescar perlas y coral y obtener
informaciones sobre minas en la península de la Baja California …”.
Hardy llegó a la península en 1826 y recorrió las costas del
golfo de California, desde Loreto hasta la desembocadura del río Colorado. Tal
como lo hiciera Fernando Jordán 125 años después, hace una descripción de los
lugares que visitó, de sus habitantes y sus costumbres. Y al llegar a Mulegé
tuvo un encuentro con el párroco del lugar, que pudo ser fray José Portela,
quien desde 1812 se había hecho cargo de la misión.
Cuando desembarcó, uno de los nativos lo llevó ante una
persona que describe como cargado de espaldas —con joroba, dice— y con una
nariz larga y puntiaguda. Vestía un mandil que le cubría desde el cuello hasta
las rodillas dejando al descubierto sus brazos. De pronto lo confundió con el
zapatero del lugar, pero grande fue su sorpresa cuando le dijeron que era el
sacerdote encargado de la iglesia de la misión.
Afecto a la conversación y al soliloquio, el padre arremetió
contra las creencias religiosas contrarias al catolicismo como el
protestantismo al que llamó “paganismo judío”. Y mientras despotricaba sobre el
tema, se persignaba y murmuraba “Jesús, María y José”. Afortunadamente avisaron
que la comida estaba servida y eso motivó que la discusión quedara pendiente.
También contribuyó a calmar los ánimos del buen cura los vasos de vino que se
tomó, aunque lo puso más locuaz que antes.
Invitado por Hardy a visitar el barco, al día siguiente
llegó acompañado por tres jovencitas y después de los saludos de rigor,
brindaron con un coñac español que fue del gusto del padre tanto, que no se
hizo del rogar cuando su anfitrión le regaló una botella. Pero con las
libaciones, a la hora de partir, el cura ya andaba como decimos nosotros
“achispado”.
Ya en la playa, lo esperaban dos cabalgaduras en una de las
cuales se subieron él y una de las muchachas, y en la otra las dos restantes.
“A ver si llega bien” pensó Hardy, al ver como se bamboleaba el sacerdote. En
efecto, no llegó bien a su destino, pues a medio camino él y la jovencita se
cayeron del caballo. Por fortuna no tuvieron heridas de consideración, salvo la
pérdida de la botella de coñac que se hizo añicos en las piedras y que mucho
lamentó fray José.
Al día siguiente de este suceso, cuando Hardy fue a
despedirse, encontró al padre Portela en su casa consolando a la jovencita que
iba con él en el caballo y curándole los raspones de su cuerpo. Al fraile no le
pasó nada, ya que su aspecto físico parecido a una pelota, lo hizo rodar sin
consecuencias.
Aprovechó Hardy su estancia en Mulegé para enterarse del
control que sobre las propiedades y las familias nativas tenía el sacerdote. La
misión era dueña de muchos terrenos y los indios prestaban sus servicios sin
remuneración alguna. Cuando oficiaba una ceremonia de matrimonio el padre les
cobraba mil quinientos pesos que debían pagarlos con trabajo.
En ese
entonces el pueblo de Mulegé tenía unas 40 casas y los cultivos de cítricos,
dátiles, uvas y aceitunas pertenecían en gran parte a la iglesia. Dice Miguel
Mathes que la misión de Santa Rosalía de Mulegé fue abandonada en el año de
1828 y con ello, de seguro, dejó el lugar el buen fraile José Portela.