Un pinole muy original
Por: Leonardo Reyes Silva
Los primeros navegantes que llegaron a la
península de California dan cuenta de las costumbres de los grupos indígenas,
de su vestimenta y los alimentos que consumían. Los que vivían cercanos a las
costas eran diestros en la pesca y aprovechaban toda clase de mariscos como las
jaibas, los camarones y las langostas; también moluscos como las almejas, los
caracoles y los abulones. Desde luego eran afectos a la carne de caguama y la
de una que otra ave marina.
Pero los que vivían en el interior, sin tener
acceso a las costas, basaban su alimentación en lo que producían las plantas
del campo y de los animales salvajes. En una región desértica como era la de
California, los indígenas conocían los arbustos que podían comerse, y en sus largos recorridos
por los llanos y los montes seleccionaban los frutos, los tallos y las raíces
que pudieran nutrirlos.
Complementaban su alimentación con la carne
de pequeños animales como la liebre, el conejo,
las ardillas, las ratas, las culebras y las lagartijas. Cuando cazaban
un venado era día de fiesta. Tampoco le hacían el feo a los gusanos que asados
eran una delicia para el paladar de los indios. Y cuando el hambre apretaba
incluían en su dieta arañas, chapulines, grillos y larvas de hormigas.
Los indígenas californios dependían
totalmente de la naturaleza y es por eso que aprendieron a respetarla. Sin
pretenderlo, fueron los primeros ecologistas de la península. Y por eso
conocían los ciclos de reproducción de las plantas y los animales para, en
su momento, poder aprovecharlos al
máximo. Sabían, por los cientos o miles de años de permanencia en ella, que
sólo respetando su medio ambiente podrían sobrevivir.
En la temporada cuando el campo reverdecía y
las plantas comenzaban a madurar sus
frutos, se iniciaba la recolección de éstos con la participación de toda la
tribu. Sobre todo buscaban los frutos de la pitahaya, del ciruelo silvestre,
del zalate y del mezcal. Y de las raíces preferían la de la yuca y la jícama,
además de algunas semillas de los árboles de palo blanco, palo verde, palo
chino, el cardón y la biznaga.
Cuentan las crónicas de esa época, que esa
temporada era conocida como Meyibó, la
mejor del año que era cuando cosechaban las pitahayas dulces. Y la siguiente,
conocida como Ammadí-appí, en la que
lo hacían con la pitahaya agria. Y como los indios vivían como quien dice al
día, no se movían de un lugar hasta que no se acababan los frutos. Comían hasta
hartarse como pensando “por ni no te vuelvo a ver”
Cuando llegaron los misioneros jesuitas y
conocieron sus formas de vida, sobre todo de las costumbres para alimentarse,
procuraron conocer el valor nutritivo y desde luego el sabor—de esas frutos y
raíces, intención en la que colaboraron los indios, ya que de continuo eran los
regalos que éstos les ofrecían a los religiosos. Algunos ya los conocían como
las pitahayas y la yuca, pero otros como las ciruelas silvestres y algunas
semillas les eran desconocidas.
Y esa curiosidad por enterarse de la
alimentación indígena dio pauta para una anécdota que el propio protagonista la
confirmó: En una ocasión, el padre Francisco María Píccolo—llegó a California
en 1697, después de una extraordinaria labor en la sierra tarahumara—visitó a
unas familias de indígenas cochimíes en el momento en que distribuían su exigua
pitanza. Cuando lo vieron llegar de inmediato le ofrecieron un cuenco lleno de
atole, mismo que disfrutó a la par que lo hacían sus comensales. Eso sí, le
notó un olorcillo que no pudo identificar.
Cuando se lo terminó preguntó de que estaba
hecha le bebida, por lo que una de las mujeres le explicó que la hacían de
pinole, producto de las semillas trituradas de las pitahayas, a la par que le
mostraba una batea rebosante de ese preparado.
Pensamos que debió haberle gustado y que llevó un poco para la misión de
Santa Rosalía de Mulegé, lugar donde estaba asignado. En el camino de regreso
debió haber pensado: ¡Qué ingeniosos son estos indios!
No se sabe si repartió el pinole a sus
neófitos, o lo guardó para su consumo
particular. Ni tampoco si llevado del buen sabor del atole, volvió a visitar a
las familias en busca de ese apetitoso alimento. Y así hubieran quedado las
cosas, si no es que otro misionero diera a conocer el origen del mentado
pinole.
Resulta que los indígenas previendo la época
del año en que se les dificultaba encontrar sustento en la naturaleza,
procuraban guardar los frutos y las carnes de diferentes formas. Pero aún así, cuando
la hambruna hacía presa de ellos, era entonces cuando tenían que recurrir a los
últimos extremos de la sobrevivencia. Y era entonces cuando aprovechaban las
semillas de las pitahayas.
El procedimiento era sencillo: Pasados
algunos meses, regresaban a los lugares donde se habían alimentado con estas
frutas y donde también habían hecho sus necesidades fisiológicas. Con unos
varejones golpeaban los excrementos para ese entonces ya resecos, hasta separar
las semillas. Con cuidado las recogían y las ponían a tatemar para después
convertirlas en pinole utilizando sus metates. Y ya sea comiéndolo en seco o en
atole les servía para “irla pasando”.
Cuando llegó a oídos del padre Píccolo el
origen del atole que tanto le gustó, comprendió a que se debía el olor que desprendía el pinole. Y resignado, lo único
que acertó a decir fue: ¡Siquiera las hubieran lavado!, refiriéndose a las semillas.
Aún así, siguió compartiendo las vicisitudes de los indios hasta 1729, fecha en
que murió en la misión de Loreto, Conchó, a la edad de 79 años.
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