La vacuna milagrosa
Por: Leonardo Reyes Silva
Cuando Edward Jenner
descubrió la vacuna contra la terrible enfermedad de la viruela negra, ya el
virus había matado a millones de seres humanos en todo el planeta. Desde varios
siglos A.C. la peste asoló a muchas regiones del Oriente, y todavía en 1720
hizo estragos en Francia e Italia.
Sobre este último
país es conocida la historia de 10 jóvenes—7 mujeres y 3 hombres—que huyendo de
la peste en la ciudad de Florencia se refugiaron en un apartado rincón de la campiña,
donde permanecieron hasta que se terminó la epidemia. Así lo relata Giovanni
Boccaccio en su famosa obra “ El Decamerón” escrita en el año de 1348.
Se debe recordar
también la devastación causada por las pandemias de 1521 y 1575 en la Nueva España , sobre todo la
`primera dado que por su causa los aztecas
infectados de ese mal, no pudieron ofrecer resistencia a los embates de
las tropas españolas. De no ser por eso, otro gallo hubiera cantado.
Y es que el virus de
la viruela no se conocía en América sino que fueron los españoles los que
transportaron la enfermedad. Los indios no tenían defensa alguna, ni natural ni
medicinal. Cuando los conquistadores llegaron a las diferentes regiones del
continente llevaron con ellos el virus de la viruela y, en su momento,
contagiaron a los grupos indígenas de California.
Las crónicas de esa
época, particularmente en la época de la evangelización jesuítica en el siglo
XVIII, refieren con detalle las epidemias que casi acabaron con la población
indígena concentrada en las misiones establecidas por los misioneros en San
Javier, Mulegé, Comondú, San Ignacio, Santiago y San José del Cabo. El
sarampión, el paludismo, la tifoidea, la sífilis y la viruela causaron gran
mortandad en los indefensos indígenas.
Para 1768, de 41500
naturales que existían cuando llegaron los misioneros jesuitas, solamente
quedaban 700, mismos que desaparecieron cincuenta años después. Desde luego
fueron varias las causas de su desaparición, pero una de ellas, quizá la más
seria, fueron las enfermedades que contrajeron.
En 1805, siendo
gobernador de la Baja California
don Felipe de Goycoechea, llegó a Loreto el médico cirujano y botánico don José
Francisco Araujo, quien venía a inspeccionar las causas por la cuales muchos
nativos morían de enfermedades contagiosas. Gracias a sus conocimientos pronto
se dio cuenta que el causante de los males era el virus de la viruela.
Ante la gravedad de
la epidemia, por medio del gobernador solicitó al virrey de Nueva España don
José de Iturrigaray, le enviara “el pus de la vacuna” para contrarrestar el
problema. Atendida su petición llegó a Loreto la sustancia, misma que fue
aplicada mediante inyecciones a las personas enfermas. No se sabe de la
eficacia del medicamento, aunque en otros lugares del mundo había sido exitosa.
Caso análogo pero 39
años después, en 1844, sucedió con una epidemia de viruela que padecía la
población de La Paz
y que se propagaba causando la muerte a niños, jóvenes y adultos. El jefe
político en funciones, alarmado, buscó la manera de atacar la enfermedad. Al
respecto del mandatario existe una confusión que es preciso aclarar.
Desde el mes de abril
de 1843 hasta el 10 de mayo de 1844, el coronel Mariano Garfias fue designado
Jefe Político de la Baja California.
Antes de él había estado el también coronel Francisco Padilla, personaje que
abandonó la jefatura por algunos meses y se fue a Mazatlán. Cuando Garfias entregó
el gobierno lo sustituyó el coronel Francisco Palacios Miranda.
Sin embargo, en el
libro “Los apuntes históricos de Manuel Clemente Rojo sobre Baja California”
incluye un relato del señor Ramón Navarro, quien fuera jefe político de la
entidad, en que afirma que después de Garfias llegó como encargado de la
jefatura el coronel L. Maldonado (1844) y a él le tocó hacer frente a la
epidemia de la viruela.
Como era un hombre
muy atrabancado y acostumbrado a hacer su real gana, mandó traer la vacuna y en
lugar de dejar que un médico la aplicara, él mismo lo hizo con ayuda del señor
Francisco Lebrija, Juez de Primera Instancia. Así es que mandó por los enfermos
y comenzó a vacunarlos según su propio método. Nomás que eran más los que
morían que los que se salvaban.
Llegó a tal grado el
miedo a vacunarse que los nativos huían a los montes donde se sentían más
seguros. Y es que el procedimiento no era el adecuado. Platican los que se
dieron cuenta de ello, que L. Maldonado insertaba en una aguja una mecha de
lienzo, lo humedecía en pus y después la insertaba entre el cuero y la carne
del enfermo. A los pocos días ya era difunto.
El señor Navarro dice
que fue tanta la mortandad en la ciudad de La Paz , que de “600 almas solo quedaron 200…” La
vacuna en sí era milagrosa, pero fue convertida en letal por obra y gracia de
un jefe político ignorante.
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