Una planta para la
sobrevivencia: el mezcal
Por: Leonardo Reyes
Silva
Cuando llegaron los
misioneros jesuitas a California y comenzaron a conocer las costumbres de los
grupos indígenas que la habitaban, pusieron especial atención en la diversidad
de sus alimentos y que medios utilizaban para conseguirlos, tomando en cuenta
que vivían de la caza, la pesca y la
recolección de frutos y raíces de su entorno.
Los padres jesuitas
Miguel Venegas, Juan Jacobo Baegert, Miguel del Barco, Francisco Xavier Clavijero y Luis de Sales, entre
otros, se refirieron a las costumbres culinarias de los californios, pero fue
del Barco el que describió con minuciosos detalles las maneras como lograron
sobrevivir en un medio tan difícil como el de la península.
Como otros grupos
aborígenes de muchas partes del mundo, los de California echaban mano de cuanto
bicho se les presentara con tal de mitigar el hambre. Así, las lagartijas, las
víboras, las arañas, ratas, ratones, tuzas, gusanos o cualquier otro insecto
iba a parar al estomago, aunque la mayoría de ellos eran pasados por la lumbre.
Así lo hacían con las aves, los peces y tortugas y, cuando tenían la suerte de
matar un venado, la tatema alcanzaba
para varias familias.
Pero también
aprovechaban los frutos silvestres, las hojas, los tallos y las raíces. Las
pitahayas dulces y agrias, las ciruelas, los frutos del garambullo, del nopal y
de la cholla, los higos silvestres y las raíces de la yuca. Y de las hierbas no
le hacían mal gesto a la verdolaga, el quelite y la endivia. Las semillas predilectas eran las de la zaya,
la jojoba y el palo verde.
En los tiempos donde
la comida escaseaba, los indios echaban mano de las semillas de pitahaya, pues
con ellas hacían una especie de pinole que era muy de su gusto. Nomás que esas
semillas tenían un pero, porque las recogían del excremento humano ya seco. Con
cuidado, golpeando con un varejón, separaban las semillas y después las
tostaban auque ni así, dicen, desaparecía la pestilencia. Según una anécdota,
el padre Francisco María Píccolo sin saberlo y tratando de congraciarse con
ellos, probó ese “alimento”.
Sin embargo, unos de
los alimentos que más apreciaban era una planta que se daba en los valles y las
partes serranas de la península. Y la apreciaban por la sencilla razón de
que gran parte del año podían
aprovecharse de ella, cuando otros alimentos escaseaban. Es planta no era otra
que el mezcal una variedad del agave que se produce en todo México y, por
fortuna también en Baja California.
Miguel del
Barco—también lo hacen los otros cronistas—describe como eran las plantas y la
forma como los indígenas se beneficiaban de ellas. Antes de florecer, las
indias con un pedazo de madera adelgazado en un extremo, cortaban las hojas o
pencas a fin de dejar solamente la cabeza que es la que aprovechaban. Después
de cortarlas dejándoles una cuantas pencas, las trasportaban hasta el paraje
por medio de una bolsa en forma de red que se colocaban en la espalda, sujeta
por unos cordeles que se sostenían con la frente. Un pedazo de piel de venado
amortiguaba la presión en ese lugar de la cargadora.
Cuando llegaban al
paraje, abrían un hoyo y en él colocaban leña y piedras a fin de hacer una hoguera. Después de que las
piedras estaban al rojo vivo colocaban encima de ellas las cabezas de los
mezcales y tapaban todo con la tierra caliente de las orillas del pozo. Después
de dos días sacaban la “tatema” y se disponían a comérsela. Primero masticaban
las pencas para saborear el jugo, ya que las hebras del mezcal por fibrosas no
eran comestibles. Y después la parte carnosa la cortaban en trozos y así la
consumían. Era un alimento nutritivo y
de buen sabor y por eso los indios lo procuraban casi todos los meses del año.
Dicen los jesuitas que
aunque de esa planta se podía extraer el jugo para convertirlo en licor, los
californios nunca lo intentaron, conformándose con chuparlo y comérselo. Fue
bueno ignorarlo, porque de lo contrario los padres hubieran encontrado una
población adicta al alcohol lo que, aparte de las condiciones infrahumanas en
que vivían, ese vicio junto con las enfermedades, hubiera acabado más
pronto con sus vidas.
Con el paso de los
años, las personas que se quedaron en
las misiones y los que fundaron los ranchos en California, aprendieron a
destilar licor extraído de los agaves, bien para uso propio o para
comercializarlo. El historiador Harry Crosby, en su libro “Los últimos
californios” describe el proceso de la destilación del mezcal en un rancho de
la sierra de Guadalupe:
Cuando
el horno estaba caliente junto con las piedras, se abría y se llenaba de
mezcales, se tapaba con una plancha de metal y se sellaba con lodo para que no
escapara el vapor o el calor. Allí, los agaves se asaban durante cuatro días
antes de ser removidos, machacados, puestos en un barril y cubiertos con agua.
Al cabo de cuatro o cinco días, un fermento, causado por una levadura que
ocurre naturalmente, corría su curso; el mezcalero sólo tenía que revolver su
mezcla diariamente. Luego todo el contenido del barril era transferido a un
alambique primitivo y destilado de manera similar a la que se emplea para
convertir la mayoría de las fermentaciones en licores fuertes.
Fue buena suerte para
los californios no conocer este procedimiento, ni que los jesuitas se lo
enseñaran. Así, solo fue un magnífico alimento que permitió la sobrevivencia de
los Cochimíes, Guaycuras y Pericúes.
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