Bouchard en la Alta California
Por la tarde del 20 de noviembre de 1818 y entre la bruma de
esas horas, un centinela dio aviso que se acercaban dos embarcaciones
desconocidas en la entrada de la bahía de Monterey. De inmediato, don José
Vicente Solá, encargado del presidio, dio las instrucciones necesarias para contrarrestar
un inminente ataque de las naves enemigas.
En efecto, se trataba de las fragatas Argentina y Chacabuco,
naves corsarias al mando de Hipólito Bouchard, un marino argentino autorizado
por el gobierno para perseguir y atacar a los buques españoles donde quiera que
los encontrase. Pero también, llevado de su codicia, se apoderaba de
poblaciones costeras en busca de objetos de valor y de víveres. Y ese fue el
motivo de su arribo a Monterey.
Alertados desde semanas antes de la posible llegada de Bouchard,
los soldados habían preparado la defensa colocando cañones en sitios
estratégicos de la bahía, y cuando una de las fragatas se acercó con la
intención de enviar a tierra a sus hombres, fue recibida con certeros disparos
que la hicieron rendirse. Refiere la historia de ese suceso, que la batería que
causó la rendición del enemigo estaba a cargo de un hermano de Mariano Vallejo
quien años después sería gobernador de la Alta California.
Al día siguiente, se estableció la comunicación con las
autoridades del presidio para pedirles le regresaran el barco con la promesa de
retirarse del lugar. Nomás que el comandante del presidio les exigía una fuerte
recompensa para liberarlo. Y así, en dimes y diretes, pasó todo el día.
Por la noche, Bouchard mandó recoger a los marineros que se
encontraban en el Chacabuco alejándolos del peligro. Por la mañana, en nueve
botes, cuatro de ellos armados con cañones, iniciaron el ataque contra el
fuerte, cuyos defensores no pudieron detener la sorpresiva embestida. Solá
ordenó abandonar el puerto que cayó en manos de los corsarios.
Poco fue lo que encontraron en Monterey, pues con anticipación
todas las cosas de valor, los comestibles y el ganado fueron llevados a otros
lugares. Encontraron el presidio abandonado pues todos sus habitantes habían
huido oportunamente. En venganza, Bouchard mandó incendiar el fuerte, las
casas, el cuartel y la residencia del gobernador.
El saqueo e incendio de Monterey alarmó a otras poblaciones
del sur de la región. Algunas misiones se cerraron con la consiguiente alarma
de los frailes e indios conversos. Algunos vivales aprovecharon la confusión
para desvalijar esos centros religiosos. Dicen las crónicas que hasta el vino
de consagrar se robaron.
El 6 de diciembre las dos naves llegaron al presidio de
Santa Bárbara pero no pudieron desembarcar por el bajo calado de la bahía.
Semanas más tarde arribaron a San Juan Capistrano en busca de víveres. Con un
mensajero, Bouchard exigió provisiones a cambio de no atacar la misión, pero el
padre encargado le contestó que no, y que si desembarcaban los iba a recibir
con una provisión pero de metralla y pólvora.
Para las pulgas del corsario, la contestación desató su
furia y por eso ordenó que destruyeran los edificios; y cuando buscaron dinero
o algo de valor no encontraron nada. Lo único fue una cava de vino que tuvo
como resultado una borrachera de todos los asaltantes. Como pudieron partieron
del lugar, no sin antes haber castigado con azotes a los que se tomaron el vino
de la misión.
Al proseguir su viaje costeando la península llegaron a la
isla de Cedros donde descansaron. Aprovecharon el tiempo para carenar las
naves, ir de cacería y matar lobos de mar de los que se comieron las lenguas y
los corazones.
Fue una estancia tranquila, con excepción de la pérdida de
un bote con seis hombres que desertaron una noche.
A mediados de enero de 1819 zarparon de la isla de Cedros,
pasaron por las islas Tres Marías y continuaron su viaje al sur. Algunas
crónicas dicen que llegaron a los puertos de San Blas y Acapulco, pero no hay
registro oficial de ello. En su recorrido hacia Argentina tuvo varios
encuentros con buques españoles. A su paso por Valparaíso Lord Cochrane, quien
era el almirante de la Armada
de Chile lo arrestó y le formó un consejo de guerra acusándolo de pirata y de
atacar y capturar a buques aliados.
De la acusación se salvó pero no de la muerte, porque
falleció asesinado por sus propios hombres en 1837. Dice uno de sus biógrafos
que Hipólito Bouchard era “un hombre difícil, controvertido, poco amistoso,
díscolo y pendenciero; poseía sin embargo, un gran valor personal y era un jefe
de enérgica y decidida acción”. En Argentina se le considera un patriota.
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